Se rompieron las ventanas.
El gran impacto las rompe y una voz me sentencia. Una voz que admite que, no pocas veces, ha sido tentada a coger la esperanza y dejarla ir. Que susurra y grita al mismo tiempo ante lo absurdo de ver cómo se le escurre el tiempo mientras ella se encierra por no poder crecer más. Que habla y está ausente. Mi voz.Y caen los cristales, chocan contra el suelo. El gran golpe llega sin movimiento. Me sorprendo ante esa gran capacidad de devastación; "¿cómo lo hará?", pienso. Miles de cristales salpican mi cuerpo, abren múltiples heridas en mi piel; "¿cómo lo hará?", pienso. Tiembla la tierra bajo mis pies, pierdo el equilibrio, caigo de bruces contra el suelo. Estoy abrumada, impresionada. Y al caer, pequeñas lascas de cristal se adentran algo más en mí, y como si fueran presa de alguna atracción brutal, se incrustan entre los tejidos, se adentran más y más, como si nunca fuese suficiente; "¿cómo lo hará?", pienso. Estaban tan dentro de mí que apenas podía mover un solo músculo. Los cristales rotos ya eran parte de mí, y sin darme cuenta, también yo acabé siendo parte de ellos. Y durante aquella ausencia brutal de equilibrio, me sacudió el síndrome de Stendhal. Qué forma tan majestuosa de ser caos..."¿Cómo lo hará?", pienso.
Nos encantan las mentiras. Sobre todo si están dichas de verdad.