jueves, 20 de septiembre de 2018

La llegada

Se me caen las palabras al suelo y allí, en el suelo, se rompen. Y yo las miro desde arriba. Pobres. Inconsciente de mí, sin saber que yo soy ellas, que ellas me hacen a mí y se están quebrando. Pero cómo mantenerlas a flote. Cómo mantener mis palabras en calma, quietas, castigadas. Que no hablen, que se callen, que me traicionan y ya no hay vuelta atrás. 

Ya no importa; ya han llegado. Están dentro de mí. Me arañan y me acarician con movimientos imposibles. Mis palabras ya no pueden hacer nada. Me han mirado y me han visto por dentro, donde no existe lenguaje ni avance humano para que un sonido moldeado pueda tener sentido. Allí reina lo primitivo, lo natural, lo inesperado y el impulso. Todo es salvaje y pura calma. Los conceptos del mundo real desaparecen allí dentro, la realidad visual que nos rodea se esfuma. Ya no sé lo que es real y lo que no. ¿Estoy soñando? Me lanzan esa posibilidad, la de pensar que nada de esto esté ocurriendo en realidad y mientras, dentro de mí, algo me susurra que espera que no.

Yo sólo puedo mirarles y admirar la brutalidad de su llegada. Intentar comprender cómo llegaron a estar frente a mí, y luego más cerca, y un poco más, y alcanzarme por dentro. Caminan por mis rincones, me surcan y me recorren. Recorto y memorizo sus siluetas, sus líneas, en mis pupilas, en silencio. Lo guardo todo, como si de un tesoro se tratase. Como algo íntimo y personal, cargado de esencia. Con una delicadeza extrema comprendo que guardo memorias que me acariciarán siempre que las vuelva a mirar de frente. Tal y como hacen ellos, con su huella única, desconocida y esperada. Con su huella incesante, como una corriente de aire fresco.

¿Qué me han hecho? ¿Cómo lo han hecho? Ni siquiera ellos lo saben, tan sólo ocurre. Pero no importa, ¿qué podríamos haber perdido? Es todo lo que entendemos cuando no tenemos nada que entender. Deseo mirarles también y eso hago. Dejo que me abriguen. Ellos me rodean, y de qué manera... Pareciera que el aire se pudiese romper en mil pedazos cuando se acercaban a mí. El silencio se palpa, y ni siquiera recuerdo cómo respirar. Mis músculos, mi cuerpo, ya no responde ante mí. Estoy perdida en toda aquella belleza. Y lo acepto. Estoy gritando sin palabras y sin voz a los cuatro vientos. Y lo acepto. Ellos recortan distancias, invaden mis entrañas como si fueran olas del mar, llegan sin avisar, pero están ahí, mirándome. Saben leerme. Y yo los abrazo, sin miedo, sin tapujos, sin más. Voy a saltar.

¿Que de qué hablo?
De los lobos, mi niño.

De tus lobos.