miércoles, 5 de febrero de 2014

Renacer

Me confesó que se vio perdida al ver morir a la eternidad entre sus manos, disolviéndose como tiempo de humo. Que ante esto, decidió darle ventaja al viento, por no poder volar. Que se trasladó a un valle sonoro, un pedregal, donde piedra por piedra, quedaba enterrada su supuesta mitad. Me contó de cómo allí, sola, se sintió un poco más muerta de lo normal. De cómo desapareció el sentimiento de pertenencia a algún lugar, convirtiéndose en una experta para no encajar. Conoció a la sombra de su yo desconocida, pero nunca se llegaron a agradar, nunca confió en aquella extraña...

Sin embargo, también me habló de cómo comprender el desorden, de cómo descubrir el mundo a través de los reflejos en el agua, que río abajo va. Aseguraba que el lenguaje del aire que soplaba fue el único en el que jamás encontró maldad. Vio nacer mil canciones bajo fuertes diluvios que no cesaban, pero antes de la lluvia, procuraba fumarse siempre los recuerdos de papel. Me silbó al oído el secreto para sentir la lluvia y no simplemente dejarse mojar.
Me confesó que su cielo nunca lloraba de pena, tan solo de felicidad. Que en los vuelos de las gaviotas también se esconden las olas del mar, y no solo en las pequeñas caracolas. Que la vida es tener la actitud adecuada, que para ser feliz solo necesitamos querer serlo. Que en el fuego se consumen igualmente eso que llaman el bien y el mal. Que lo que nos rodea es mucho más simple de lo que podríamos llegar a sospechar. Me aconsejó que no me engañase más, que al final todos vestimos la misma piel bajo las ropas y las máscaras. Me mostró la riqueza de saber escuchar, el placer de apreciarse a uno mismo, la pasión de morir por ayudar. 

Finalmente, supo convertir su pasado en un prólogo con punto y final, pero jamás olvidó la grandeza de ser amado y poder amar.



La eternidad muerta

Tómame.
Mi cuerpo, que no tiene nada ya que ofrecer, yacía muerto en el suelo. Podía sentir el frío calándose en mis pulmones, empapándolos y ahogándome. Tus manos que me cogían, calientes, deseaban devolverme a la vida. Me tocaban con miedo, lloraban sin lágrimas, gritaban sin hacer ruido, sentían dolor con solo ver, con solo mirar. Todo era silencio, extraña paz en la habitación. Ni siquiera te salían las palabras. No había voz en tus cuerdas vocales. No había voz para mi cuerpo. Solo había manos echándome de menos, abrazos rotos que hablaban por sí solos, labios que humedecían mis labios secos, ya muertos, ya sin vida, ya mustios.
Retumbaba el sonido del silencio, como si en el espacio exterior estuviésemos. Todo roto, todo perdido, toda la muerte en su esplendor: bella como nunca, presente como siempre.
El miedo aterrador que yo antes sentía te fue transmitido. Era un plaga, una enfermedad. Y te salió un hilo de voz que tenía la forma de mi nombre, ya desconocido para mí. Y dabas formas con tu lengua a la voz que antes me daba la bienvenida, y que ahora me decía adiós sin querer hacerlo. Tu mente se colapsaba, sin quererlo aceptar y, para no ver, anegabas tus ojos de lágrimas, cegándolos.
Y por fin, el grito. El dolor estallando en tu corazón. La voz quebrada. No había respiración. No había calor. Los gritos desgarraban tu garganta al salir. Masacraban a mi alma rota, hecha añicos ante tu dolor, ante mi impotencia. Los recuerdos ahogaban. Las manos ya no sabían qué tocar. Los brazos no sabían qué abrazar. Los ojos no sabían qué mirar. La voz no sabía qué gritar. Mi alma no sabía regresar, y me consumí. Tu alma se sintió más ligera al haberle sido arrancada mi presencia.
Fueron los diez segundos más horribles de mi muerte.




domingo, 2 de febrero de 2014

Anochece

¿Por qué fue suficiente mirarle con los ojos desde allí?
¿Por qué brotó en torrente el miedo y las ganas de sentir?

Yacía en su cama, y vagando por su almohada, la venía a visitar en sueños él. La delicadeza que encerraba su sonrisa se mecía de un lado a otro, la revolvía por dentro y el cielo se teñía de marfil. Moldeó su pelo con tenues movimientos y ella se dejaba hacer. Ya fuera las lluvias y libre de tormentos, en ese mismo instante su vida fue tranquila y feliz. Nació la ternura, y con leche y azúcar, él se la dio a beber. La calidez descendía por su garganta, se asentaron las bases en su vientre, y sus pies fríos entraban de nuevo en calor. Amanecer junto a sus ojos se antojaba lo más hermoso, iluminando el mundo. El aire se convertía en cristal y amenazaba con estallar. El silencio resultaba la forma más perfecta de habitarle.
Ella encontraba siempre razones para buscarle. Razones de sobra, para pedir al viento que volviera aunque fuera como una sombra, para no quererle olvidar, pues el trocito de felicidad fue él quien se lo dio a probar. Y él posaba, dulce, su mano sobre su mejilla. Y ella lo guardaba muy dentro de su esencia, donde nadie jamás alcanzaría a vislumbrar un solo vértice. Se encerraba en su voz, se dejaba hornear entre sus risas. Se dejaba ser.

Yacía en su cama, y vagueando por su almohada, la venía a despertar de sus sueños él.