Me confesó que se vio perdida al ver morir a la eternidad entre sus manos, disolviéndose como tiempo de humo. Que ante esto, decidió darle ventaja al viento, por no poder volar. Que se trasladó a un valle sonoro, un pedregal, donde piedra por piedra, quedaba enterrada su supuesta mitad. Me contó de cómo allí, sola, se sintió un poco más muerta de lo normal. De cómo desapareció el sentimiento de pertenencia a algún lugar, convirtiéndose en una experta para no encajar. Conoció a la sombra de su yo desconocida, pero nunca se llegaron a agradar, nunca confió en aquella extraña...
Sin embargo, también me habló de cómo comprender el desorden, de cómo descubrir el mundo a través de los reflejos en el agua, que río abajo va. Aseguraba que el lenguaje del aire que soplaba fue el único en el que jamás encontró maldad. Vio nacer mil canciones bajo fuertes diluvios que no cesaban, pero antes de la lluvia, procuraba fumarse siempre los recuerdos de papel. Me silbó al oído el secreto para sentir la lluvia y no simplemente dejarse mojar.
Me confesó que su cielo nunca lloraba de pena, tan solo de felicidad. Que en los vuelos de las gaviotas también se esconden las olas del mar, y no solo en las pequeñas caracolas. Que la vida es tener la actitud adecuada, que para ser feliz solo necesitamos querer serlo. Que en el fuego se consumen igualmente eso que llaman el bien y el mal. Que lo que nos rodea es mucho más simple de lo que podríamos llegar a sospechar. Me aconsejó que no me engañase más, que al final todos vestimos la misma piel bajo las ropas y las máscaras. Me mostró la riqueza de saber escuchar, el placer de apreciarse a uno mismo, la pasión de morir por ayudar.
Finalmente, supo convertir su pasado en un prólogo con punto y final, pero jamás olvidó la grandeza de ser amado y poder amar.
Sin embargo, también me habló de cómo comprender el desorden, de cómo descubrir el mundo a través de los reflejos en el agua, que río abajo va. Aseguraba que el lenguaje del aire que soplaba fue el único en el que jamás encontró maldad. Vio nacer mil canciones bajo fuertes diluvios que no cesaban, pero antes de la lluvia, procuraba fumarse siempre los recuerdos de papel. Me silbó al oído el secreto para sentir la lluvia y no simplemente dejarse mojar.
Me confesó que su cielo nunca lloraba de pena, tan solo de felicidad. Que en los vuelos de las gaviotas también se esconden las olas del mar, y no solo en las pequeñas caracolas. Que la vida es tener la actitud adecuada, que para ser feliz solo necesitamos querer serlo. Que en el fuego se consumen igualmente eso que llaman el bien y el mal. Que lo que nos rodea es mucho más simple de lo que podríamos llegar a sospechar. Me aconsejó que no me engañase más, que al final todos vestimos la misma piel bajo las ropas y las máscaras. Me mostró la riqueza de saber escuchar, el placer de apreciarse a uno mismo, la pasión de morir por ayudar.
Finalmente, supo convertir su pasado en un prólogo con punto y final, pero jamás olvidó la grandeza de ser amado y poder amar.
