Tómame.
Mi cuerpo, que no tiene nada ya que ofrecer, yacía muerto en el suelo. Podía sentir el frío calándose en mis pulmones, empapándolos y ahogándome. Tus manos que me cogían, calientes, deseaban devolverme a la vida. Me tocaban con miedo, lloraban sin lágrimas, gritaban sin hacer ruido, sentían dolor con solo ver, con solo mirar. Todo era silencio, extraña paz en la habitación. Ni siquiera te salían las palabras. No había voz en tus cuerdas vocales. No había voz para mi cuerpo. Solo había manos echándome de menos, abrazos rotos que hablaban por sí solos, labios que humedecían mis labios secos, ya muertos, ya sin vida, ya mustios.
Retumbaba el sonido del silencio, como si en el espacio exterior estuviésemos. Todo roto, todo perdido, toda la muerte en su esplendor: bella como nunca, presente como siempre.
El miedo aterrador que yo antes sentía te fue transmitido. Era un plaga, una enfermedad. Y te salió un hilo de voz que tenía la forma de mi nombre, ya desconocido para mí. Y dabas formas con tu lengua a la voz que antes me daba la bienvenida, y que ahora me decía adiós sin querer hacerlo. Tu mente se colapsaba, sin quererlo aceptar y, para no ver, anegabas tus ojos de lágrimas, cegándolos.
Y por fin, el grito. El dolor estallando en tu corazón. La voz quebrada. No había respiración. No había calor. Los gritos desgarraban tu garganta al salir. Masacraban a mi alma rota, hecha añicos ante tu dolor, ante mi impotencia. Los recuerdos ahogaban. Las manos ya no sabían qué tocar. Los brazos no sabían qué abrazar. Los ojos no sabían qué mirar. La voz no sabía qué gritar. Mi alma no sabía regresar, y me consumí. Tu alma se sintió más ligera al haberle sido arrancada mi presencia.
Fueron los diez segundos más horribles de mi muerte.
Mi cuerpo, que no tiene nada ya que ofrecer, yacía muerto en el suelo. Podía sentir el frío calándose en mis pulmones, empapándolos y ahogándome. Tus manos que me cogían, calientes, deseaban devolverme a la vida. Me tocaban con miedo, lloraban sin lágrimas, gritaban sin hacer ruido, sentían dolor con solo ver, con solo mirar. Todo era silencio, extraña paz en la habitación. Ni siquiera te salían las palabras. No había voz en tus cuerdas vocales. No había voz para mi cuerpo. Solo había manos echándome de menos, abrazos rotos que hablaban por sí solos, labios que humedecían mis labios secos, ya muertos, ya sin vida, ya mustios.
Retumbaba el sonido del silencio, como si en el espacio exterior estuviésemos. Todo roto, todo perdido, toda la muerte en su esplendor: bella como nunca, presente como siempre.
El miedo aterrador que yo antes sentía te fue transmitido. Era un plaga, una enfermedad. Y te salió un hilo de voz que tenía la forma de mi nombre, ya desconocido para mí. Y dabas formas con tu lengua a la voz que antes me daba la bienvenida, y que ahora me decía adiós sin querer hacerlo. Tu mente se colapsaba, sin quererlo aceptar y, para no ver, anegabas tus ojos de lágrimas, cegándolos.
Y por fin, el grito. El dolor estallando en tu corazón. La voz quebrada. No había respiración. No había calor. Los gritos desgarraban tu garganta al salir. Masacraban a mi alma rota, hecha añicos ante tu dolor, ante mi impotencia. Los recuerdos ahogaban. Las manos ya no sabían qué tocar. Los brazos no sabían qué abrazar. Los ojos no sabían qué mirar. La voz no sabía qué gritar. Mi alma no sabía regresar, y me consumí. Tu alma se sintió más ligera al haberle sido arrancada mi presencia.
Fueron los diez segundos más horribles de mi muerte.

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