Hoy caminaba a solas por mi mente. Avanzaba sin saber muy bien hacia dónde me dirigían mis pasos. Un pie delante y el otro atrás, y así para siempre durante un largo tiempo. Mi pelo flotaba alrededor de mi cabeza, bailaba con cuerpo propio y me acariciaba. Me contaba cosas al oído y yo cerraba los ojos y nunca paraba. Sentía que el aire me rozaba y era como agua fresca. Mi piel agradecía aquel tacto, se erizaba y estremecía. Al llegar al acantilado abría los ojos y mi espacio se transformaba en océano, desaparecían mis ropas y allí abajo no conseguía ver nada. Pero tenía que continuar, así que salté y comencé a bucear hacia lo más profundo de mi mente, donde ni siquiera yo podía ver.
Recuerdo la extraña sensación ser ciega en mi océano donde no existía el aire y de seguir avanzando hacia abajo, flotando en algún sitio de mi nada, en ningún sitio de mi todo. Me gustaba la sensación de no saber dónde acabaría y la mezclaba con un pequeño y lastimoso miedo que intentaba no alimentar. Algo me iba tocando al bucear, algo agradable y suave, confiado y dulce. Como si ya me conociera, me besaba el rostro y se hacía sentir en todo mi cuerpo; era más que el propio agua. Estaba en todas partes al mismo tiempo y como en los sueños, no recordaba cuándo llegó, parecía que siempre había estado allí, que nunca se había ido.
Una luz abismal cobró vida y estalló demasiado cerca de mí. Sentí que se iba aquel tacto que tanto y tan bien me había rodeado, salía huyendo y no me daba tiempo a reaccionar. Entonces supe que volvía a estar sola, que algo demasiado grande se aproximaba a mí y fue entonces, demasiado tarde, cuando supe poner nombre a aquel tacto que ya perdí. Mientras le lloraba por dentro, llegó a mí la onda expansiva. Mi cuerpo volteaba una y otra vez con violencia y sin control, sin nada ni nadie que pudiera detenerlo.
Cuando la inercia se cansó ya de ser, también yo había dejado de existir.
Desperté a orillas de un canal, donde el agua corría joven e inocente. Las copas de los árboles se mecían tranquilas creando olas y ecos. La tierra mojada se pegaba a mi cuerpo. Mi piel buscaba a aquel tacto que huyó.
En mis ojos, inmóviles, sólo se leía la reminiscencia de su nombre.
Aquel que nunca pronuncié,
aquel que siempre supe.