jueves, 14 de noviembre de 2019

La sombra y el pueblo

El pueblo está roto. La gente está rota. Corrompida. Personas de una misma tierra, hermanos y hermanas con sueños y ambiciones, con cargas y luchas personales que, sin saberlo, son similares. Corrompidas por el odio, un arma de doble filo alentada por palabras y discursos vacíos de ética, cargados de un empoderamiento que conduce hacia la muerte de valores. En ocasiones, incluso a la propia muerte. 

Un pueblo, millones de vidas que se vuelcan en las calles, confrontando posiciones que no atienden a ninguna lógica cuando el diálogo no se contempla como una opción. No hay cabida para el punto intermedio. Los humanos jugamos siempre a pasar de un extremo a otro. Nunca nos damos cuenta de que las vidas que se pierden en el camino, no merecen lo que vale ese juego. Un juego terrible y frío en el que siempre perderán los mismos, por mucho que piensen que no pertenecen al mismo bando. Un pueblo al que se le ha arrancado la capacidad de mediar, de dialogar, de escuchar y empatizar. Un pueblo perdido, una humanidad destrozada. Movida por intereses, movida por la plata que no se puede comer, que no nos da qué respirar, que nos carcome y nos hunde.

Una lucha disfrazada de bondad divina, de profecía y promesas escritas sobre papel mojado. Una lucha que clama a los cuatro vientos la manifestación divina en cada uno de los pasos que nos ha llevado hasta este preciso momento. La encarnación de algo supremo en una sola persona que irrumpe y devora todo el poder que puede, y alza una biblia entre sus manos mientras escupe palabras de odio hacia minorías marginadas. La religión de la mano del poder. La religión de la mano del fascismo. La religión de la mano de una lucha, con las manos manchadas de sangre inocente. Las manos manchadas, siempre manchadas. Manos que se limpian esa sangre con total indiferencia. Líderes que jamás llorarán lo que llora su pueblo. Jamás sufrirán como ellos. Jamás entenderán que aquellos a quienes odian, también son su pueblo. Jamás habrá hueco para ellos.

Una sombra se pasea por las calles mojadas de Bolivia. Hoy se mezclan la sangre, la lluvia y las lágrimas de un pueblo que ruega recuperar su derecho a vivir en paz. Un pueblo que grita, que reclama, que alza la voz contra el fascismo de la religión y el odio. Una sombra se pasea entre las familias indígenas que ahora tienen los ojos inundados de miedo. Entre los niños y niñas que ya han sido marcados de por vida. Entre las mujeres, entre las ancianas, que gritan en la calle y no entienden por qué nadie las escucha. Se pasea entre el abandono y la desgracia de una lucha impuesta, violenta, sin principio ni final. Se pasea también entre personas que celebran, lejos de las que lloran. Va observándolo todo. La desesperación de unas y el júbilo de otros. El alzamiento de un nuevo movimiento teñido con los colores de viejos himnos, de viejos monstruos. La caída de toda una historia que nadie conoce, de un pueblo saqueado y humillado. 

Y mientras se pasea, ve de cerca oleadas de contraste. Polos opuestos. Oleadas de dualidad social, política, económica. La dualidad humana. El odio de un lado y de otro. El amor, la devoción, de un lado y de otro. Estallando en todas direcciones, como flechas que cortan la carne allá donde van. Que arrasan con todo lo que encuentran a su paso sin importar cómo, por qué, quién, para qué. 

Una sombra se pasea hoy por las calles mojadas de Bolivia. Vestida de neutralidad, transparente. Invisible. Repleta de preguntas sin respuesta ante todo un país sumido en los rumores del caos. Rebuscando en sus bolsillos, intentando dar con algunas soluciones, intentando encontrar algo de tiempo suelto, intentando dar con un poco de tregua. Pero sólo le queda pasear, intentar comprender, equilibrar las luchas en ambos lados, la justicia de ambos lados. No entiende nada, no sabe qué pensar, tampoco qué hacer. 

Sólo sabe que para sanar al pueblo roto, hay que romper con el odio.

sábado, 9 de noviembre de 2019

Aceptación y otras revelaciones

Hay veces en que todo depende, en parte, del cómo aceptamos. Del cómo acepto lo que me rodea. Las cosas que no podemos cambiar. Una realidad enraizada. Palabras que ya han sido dichas y que no pueden retornar, dar un paso atrás en el tiempo. El espacio, el sol y la lluvia. Los gritos de las personas que luchan. El cansancio de todo un país roto y empobrecido, harto de dar y dar y dar, y recibir barro, hambre, miserias y promesas vacías. La sangre que se ha derramado, una vida más y una menos. Los pasos que ya has dado en esa dirección. Los movimientos que hacemos y las miradas que dedicamos. Se trata de cómo aceptamos la distancia y las voces que ya no alcanzan a abrazarnos cuando nos sentimos solos. De cómo sujetamos la taza de café en la mañana, en la tarde, y contemplamos el viento que nos rodea. De cómo miramos a la luna y atravesamos con ella todas sus fases, dándonos cuenta de que también son las nuestras.

Y es cierto. Puedo tocar la ausencia de todas esas manos, los sonidos y las llegadas a casa. Los pasos que tienen nombres y apellidos que jamás lograremos olvidar. La luz volcada en los rincones de todos aquellos espacios en los que crecimos, en los que volcamos tiempo e historias que nunca compartimos con nadie más. La cálida sensación de girar la llave de una puerta y saber que ahí dentro habita tu sangre, sin darte cuenta de que esa sensación es verdaderamente difícil de conseguir lejos de esas paredes. Y es cierto que todo esto se ve cuando te alejas, cuando comienzas sin nada de todo lo que tenías. Todo lo que dominabas está lejos. Todo lo que conoces está a medio mundo de distancia. Y entonces te das cuenta de que todo dependerá de cómo lo aceptes.

Entonces, comienzas a aceptar. Aunque suene extraño, comienzas a aceptar un camino que aceptaste tomar hace ya tiempo. Pero es ahora cuando caminas y es ahora cuando aceptas. Y pones en la balanza todo lo que has invertido en esto. Todo lo que has perdido, quizá, también. Y todo lo que has ganado y sigues ganando. Pones en la balanza la distancia, el tiempo, el espacio, la luz interior, el ruido que se va sosegando en tu mente, las personas, el trabajo, la dedicación, el peso de tu alma, la importancia del estar además del ser. Miras con otros ojos y aprietas los dientes, porque aún no has superado el vértigo del camino que empezaste y que empiezas a aceptar.

Así que, después de todo esto, ya es hora de que hable en primera persona y de que acepte que no puedo hablar de esto como si no escribiera para mí. Aceptar este camino me hace verme más vulnerable a las palabras, no tanto como al silencio. Más vulnerable ante la sangre ajena que se derrama en una lucha manipulada con frialdad, con respuestas desmedidas. Ante la inactividad y una violencia que va de la mano de la opresión. Ante la ignorancia. Ante la distancia y el olvido. Ante los 5 minutos y 26 segundos de una canción que me recuerda a unos ojos, como lobos, precisos, adecuados, en un momento equivocado, en un tiempo imposible. Ante un mensaje, 3 frases apenas, que apenas dicen nada y que me suponen un mundo mucho mayor en este lugar. Ante la ausencia de ese abrazo que necesité muchos días al despertar. Ante una cama vacía y una cena que da para dos estando sola. Ante el inmenso pulso al que me reta la vida, del cual no puedo renegar.

Así que, sí. Soy más vulnerable. Y lo acepto, lo abrazo. Cultivo mi vulnerabilidad.
Y es que hay algo que no aceptaré jamás: entender ser vulnerable como una debilidad.