Y ahora yo he de admitirlo. Ahora yo presiento que has vencido y no hay manera humana de escapar. Así que alégrate, lo has conseguido. No hay manera humana de escapar. Y ya está, ya lo pudimos escuchar, ya lo anunciaron.
<<Ella ha vuelto a caer>>.
Dijeron que llevaba media vida huyendo. Que los infiernos de los que habló Dante para ella quedaban cortos. Muy a su pesar, cayó más hondo, más profundo, más oscuro. Y tenía un horrible don, una maravillosa condena: esperar. Pasó mucho tiempo esperando allí abajo, sentada en medio de un páramo vacío. En mitad de la nada se erguía una lejana parada de autobús, y allí se sentaba ella, casi tan vacía como aquel sitio. De nada le servía mirar a uno u otro lado; no había camino alguno por el que pudiera esperar la llegada de su autobús, y simplemente no había nada. Estaba atrapada en una jaula vacía, terriblemente grande, vasta y muerta. Muchas veces probó a gritar. Gritaba pidiendo ayuda, buscando otro sonido como respuesta diferente al silencio. Gritaba en una desesperación paciente hasta morir. Corrió muy lejos hasta no poder más, hasta caer al suelo derrotada y moribunda; mas cuando alzaba la cabeza, la parada de autobús seguía impasible junto a ella, inseparable, irrompible, presa de algún magnetismo hacia ella. Sin saber cómo había llegado hasta allí, la niña imantada se fue llenando de abandono por dentro.
Así pasó los primeros siglos, después se resignó. Ya había tirado la toalla y su vida transcurría mientras ella simplemente esperaba allí sentada, a demasiados niveles bajo el suelo, pegada como un imán a aquella parada, en mitad de una nada infernal. El diablo se paseaba de vez en cuando por allí, reboloteaba y saciaba su sed de angustia con sólo mirarla. Emitía desagradables risas burlonas y ese era el único sonido que retumbaba por toda la nada como un impetuoso eco. Cualquier otro sonido simplemente moría en aquella inmensidad y jamás regresaba...
Habrían pasado ya unos 667 años, y la niña imantada continuaba allí sentada, intacta e inmóvil. Intocable para el tiempo, que allí se perdía y se esfumaba. Ni una sola facción de su cara ni de su cuerpo habían cambiado lo más mínimo, sin embargo su alma parecía haberla abandonado hacía ya muchos años. Y hacía también muchos años ya que no veía al diablo, pues dejó de visitarla incluso él. Comenzó a pensar incluso que casi le echaba de menos, simplemente por el hecho de sentir que no estaba absolutamente sola allí en medio. Nunca comprendió del todo por qué había acabado ella en aquel sitio, tan por debajo de cualquier infierno, qué había ocurrido para ser abandonada de aquella manera. Pensó que seguramente ella fuera la primera persona que jamás hubiera alcanzado tal nivel de infierno, tan profundo y vacío. Y con estos pensamientos, continuó esperando a su autobús...
Y fue entonces cuando ocurrió algo inesperado. Un par de libélulas azules aparecieron volando delante de sus ojos.
Durante un momento tuvo miedo a estar realmente loca y estar imaginando aquellas visiones tan lindas. Pero entonces una de las libélulas se posó en su nariz, y sintió el pequeño soplo de aire que levantaba el batir de sus alas en su cara, y supo que eran reales, tanto como aquel páramo vacío. No daba crédito a lo que ocurría y casi se atrevía a sonreír, cuando comenzó a escuchar una voz a lo lejos. El sonido de aquella voz parecía estar viajando desde lejos hasta sus oídos y, al alcanzarlos, estremeció cada vértice de la niña imantada. No era la voz del diablo y no podía ser su propia voz. Se levantó y comenzó a andar en dirección de donde provenía aquel maravilloso sonido. Le sorprendió descubrir que su magnetismo con la parada de autobús se había roto, ya no la seguía, y en su lugar volaban las dos libélulas azules a su alrededor. Entrecerró los ojos mirando al blanco horizonte que tantas veces había aborrecido y comenzó a distinguir una pequeña figura negra que también avanzaba hacia ella, haciéndose cada vez mayor.
La niña imantada, siempre paciente, fue distinguiendo cada vez mejor los detalles. Era otra persona, un chico. Sus latidos se estaban disparando por momentos y no podía terminar de creer que hubiera alguien con ella allí abajo, tan lejos de todo lo que una vez vivió. El chico continuó avanzando y su rostro comenzó a ser más nítido, sus ojos claros comenzaron a ver un poco mejor. Las libélulas azules volaron entonces más rápido y se dirigieron al chico, reboloteando a su alrededor esta vez, y la niña imantada paró en seco.
Se detuvo y comenzó a notar que el magnetismo ahora era hacia aquel chico, conocido y extraño al mismo tiempo. Descubrió que aún quedaban lágrimas de alegría dentro de ella; aún le quedaban muchas sonrisas por regalar. Pero lo mejor de todo fue descubrir en el rostro al que miraba, ahora de cerca, que aún le quedaban muchas sonrisas por recibir, por abrazar.
La niña imantada y el chico perdigón no tardarían mucho más en salir de allí.
<<Ella ha vuelto a caer>>.
Dijeron que llevaba media vida huyendo. Que los infiernos de los que habló Dante para ella quedaban cortos. Muy a su pesar, cayó más hondo, más profundo, más oscuro. Y tenía un horrible don, una maravillosa condena: esperar. Pasó mucho tiempo esperando allí abajo, sentada en medio de un páramo vacío. En mitad de la nada se erguía una lejana parada de autobús, y allí se sentaba ella, casi tan vacía como aquel sitio. De nada le servía mirar a uno u otro lado; no había camino alguno por el que pudiera esperar la llegada de su autobús, y simplemente no había nada. Estaba atrapada en una jaula vacía, terriblemente grande, vasta y muerta. Muchas veces probó a gritar. Gritaba pidiendo ayuda, buscando otro sonido como respuesta diferente al silencio. Gritaba en una desesperación paciente hasta morir. Corrió muy lejos hasta no poder más, hasta caer al suelo derrotada y moribunda; mas cuando alzaba la cabeza, la parada de autobús seguía impasible junto a ella, inseparable, irrompible, presa de algún magnetismo hacia ella. Sin saber cómo había llegado hasta allí, la niña imantada se fue llenando de abandono por dentro.
Así pasó los primeros siglos, después se resignó. Ya había tirado la toalla y su vida transcurría mientras ella simplemente esperaba allí sentada, a demasiados niveles bajo el suelo, pegada como un imán a aquella parada, en mitad de una nada infernal. El diablo se paseaba de vez en cuando por allí, reboloteaba y saciaba su sed de angustia con sólo mirarla. Emitía desagradables risas burlonas y ese era el único sonido que retumbaba por toda la nada como un impetuoso eco. Cualquier otro sonido simplemente moría en aquella inmensidad y jamás regresaba...
Habrían pasado ya unos 667 años, y la niña imantada continuaba allí sentada, intacta e inmóvil. Intocable para el tiempo, que allí se perdía y se esfumaba. Ni una sola facción de su cara ni de su cuerpo habían cambiado lo más mínimo, sin embargo su alma parecía haberla abandonado hacía ya muchos años. Y hacía también muchos años ya que no veía al diablo, pues dejó de visitarla incluso él. Comenzó a pensar incluso que casi le echaba de menos, simplemente por el hecho de sentir que no estaba absolutamente sola allí en medio. Nunca comprendió del todo por qué había acabado ella en aquel sitio, tan por debajo de cualquier infierno, qué había ocurrido para ser abandonada de aquella manera. Pensó que seguramente ella fuera la primera persona que jamás hubiera alcanzado tal nivel de infierno, tan profundo y vacío. Y con estos pensamientos, continuó esperando a su autobús...
Y fue entonces cuando ocurrió algo inesperado. Un par de libélulas azules aparecieron volando delante de sus ojos.
Durante un momento tuvo miedo a estar realmente loca y estar imaginando aquellas visiones tan lindas. Pero entonces una de las libélulas se posó en su nariz, y sintió el pequeño soplo de aire que levantaba el batir de sus alas en su cara, y supo que eran reales, tanto como aquel páramo vacío. No daba crédito a lo que ocurría y casi se atrevía a sonreír, cuando comenzó a escuchar una voz a lo lejos. El sonido de aquella voz parecía estar viajando desde lejos hasta sus oídos y, al alcanzarlos, estremeció cada vértice de la niña imantada. No era la voz del diablo y no podía ser su propia voz. Se levantó y comenzó a andar en dirección de donde provenía aquel maravilloso sonido. Le sorprendió descubrir que su magnetismo con la parada de autobús se había roto, ya no la seguía, y en su lugar volaban las dos libélulas azules a su alrededor. Entrecerró los ojos mirando al blanco horizonte que tantas veces había aborrecido y comenzó a distinguir una pequeña figura negra que también avanzaba hacia ella, haciéndose cada vez mayor.
La niña imantada, siempre paciente, fue distinguiendo cada vez mejor los detalles. Era otra persona, un chico. Sus latidos se estaban disparando por momentos y no podía terminar de creer que hubiera alguien con ella allí abajo, tan lejos de todo lo que una vez vivió. El chico continuó avanzando y su rostro comenzó a ser más nítido, sus ojos claros comenzaron a ver un poco mejor. Las libélulas azules volaron entonces más rápido y se dirigieron al chico, reboloteando a su alrededor esta vez, y la niña imantada paró en seco.
Se detuvo y comenzó a notar que el magnetismo ahora era hacia aquel chico, conocido y extraño al mismo tiempo. Descubrió que aún quedaban lágrimas de alegría dentro de ella; aún le quedaban muchas sonrisas por regalar. Pero lo mejor de todo fue descubrir en el rostro al que miraba, ahora de cerca, que aún le quedaban muchas sonrisas por recibir, por abrazar.
La niña imantada y el chico perdigón no tardarían mucho más en salir de allí.
