La guitarra sonaba en aquella dulce canción que casi era una nana. La voz se desperezaba en mi garganta, y suave, cruzaba el aire hasta sus pestañas. Se posaba en ellas y formaba sueños en su cabeza. Florecían colores en sus mejillas y un poquito de luz me dejaba ver su sonrisa. Yo escuchaba risas por mis recovecos, nacían de mi interior. Miraba al cielo y volvía a ver mis nubes, y cada una de ellas era un plan. Los pijamas se pegaban a nuestra piel con delicadeza, se fundían, y con ellos nos hundíamos en la oniria. Bajo las sábanas, ya dormidos, seguía vislumbrando su sonrisa, y la canción sonaba aún en mi cabeza. Detrás del sonido de la canción podía escuchar también el silencio. Podía oler el perfume que encierran las olas del mar. Podía acariciar el rocío de los rayos de la luna. Podía flotar como una pluma que vuela sin necesitar ser batida por las alas de otro pájaro. Podía ver en la plena oscuridad de mis propios ojos cerrados. Captaba cada movimiento, era sensible a cualquier minúsculo cambio, e incluso el tiempo procuraba parecer de hielo para no desentonar. Lo precipitado estallaba en calma y serenidad. Lo brutal tornaba en liviano. Tornábamos lentamente, tumbados bajo mil sábanas de aguas dulces, que poco a poco tornaron en mares donde mil lunas iban a bañarse. Mira a la luna mi niño, y se acuna, que es larga la noche y es claro el camino.
Mi despedacito de río, ¿hasta dónde bajarás?
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