lunes, 23 de junio de 2014

Respirar

El mundo desenfocado saluda entre las pestañas. Y entonces, el aire. El aire que llega a los pulmones. Y allí llega la sangre y recoge millones de pequeñas partículas gaseosas para volver de nuevo al corazón. Sístole auricular. Cerradas las válvulas correspondientes, llega ahora la sístole ventricular, y como un rayo de electricidad ardiendo, la sangre saldrá disparada al resto del cuerpo, a todos y cada uno de los más recónditos recovecos escondidos del cuerpo.
Una y otra vez, el corazón se contrae y se relaja.
Una y otra vez, el corazón late y siempre calla.

Una mañana, el mundo parece más enfocado de lo habitual, y saluda de nuevo entre tus pestañas. Y entonces, la brisa se cuela por el balcón, por debajo de las sábanas. El aire alcanza tus pulmones. Tus manos se entrelazan con esas manos, y allá que va tu sangre, y tu mente, y tu sed, y tus ojos. Y allá que vas tú. Y recoges la siembra olvidada. Siembra que vuelve a tus pulmones, y entra en tu sangre, entra en tus entrañas, entra en tus latidos, entra en ti y suavemente te araña. Sístole auricular. Sístole ventricular. Fuera, como un rayo de luz, cruza tu cuerpo llevando el recuerdo de las noches reversibles a huecos de ti de donde jamás escaparán. Quedan incrustados ahí dentro.
Una y otra vez, tu corazón se contrae y se relaja.
Una y otra vez, recuerda las noches reversibles.
Escuchas el silencio tranquilo entre latido y latido. Tu corazón vacila entre segundos callados que podrían parecer eternos. Pero cuando late, ya casi habla. Casi lo alcanza. Articula palabras más allá de la piel.

Y se contrae.
Y se relaja...




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